Tierra Serena II

Estaba frente a la ventana. Los estandartes colocados en cada una de las cuatro torres, con su rampante cuervo sable sobre campo sinople, se estremecían al son de la violenta tormenta. El pedrisco golpeaba el cristal con gran fuerza, acompañando con su ritmo la canción del fuego, el crepitar de toda hoguera. Sus ojos estaban húmedos mientras veía partir, desde su habitación en el torreón oeste, a la enorme fila de caballeros de negra armadura. O, más bien, veían partir a la corpulenta figura que, en aquella fría y tormentosa noche de invierno, arropaba su enorme y musculada mole con una capa de oso y, desde lo alto del gran corcel negro de batalla, comandaba la tropa hasta la frontera por orden del señor del castillo. Siempre se enorgullecía de vestir sólo prendas hechas con la piel de animales que él mismo había cazado y matado. Bien, pues que cazara y matara lejos de ella. Muy lejos, lo más lejos posible. La frontera, a dos días a vuelo de alondra, le parecía demasiado cercana para su gusto.
Una lágrima abandonó por fin sus ojos y se deslizó por su suave mejilla. Durante unas cuantas noches se vería libre de él. Podría dormir sin despertarse sobresaltada con cada ruido, esperando a que él y sus fogosas ansias apartaran el dosel de su cama, las sábanas y el camisón hasta llegar a su blanca piel. No necesitaría acurrucarse en el borde del colchón de plumas, sintiendo imperiosos deseos de lavarse, arañar y restregar su cuerpo hasta haber eliminado todo vestigio de su olor, su sabor, su tacto... a la vez que aguantaba las potentes náuseas que provocaban.
Siguió sumergida en estos recuerdos, en estas sensaciones que esperaban en la memoria a corto plazo de su piel, de sus manos, de su corazón y de su mente. No le gustaba pensar en ello, pero encontraba un siniestro y pérfido placer al traer a su cabeza estos pensamientos, regodeándose en sus viscosos y nauseabundos légamos, viendo como la... pureza... de su alma era manchada, maltratada, rasgada. Como aquél que le duele una muela y no deja de tocársela con la lengua, asegurándose de que el dolor está ahí, pese a que ya lo sabe.
Fue un simple cambio en la temperatura de la habitación. O más bien la sensación de que el calor antes reinante en la estancia estaba escapándose, huyendo. No había oído ningún ruido. Ni el chirriar de la puerta al abrirse, ni el crujir de las duras suelas de las botas sobre los minúsculos granos de arena, ni el roce de las vestiduras contra la piel al andar. De esta manera tampoco se sorprendió al notar una gélida, pero a la vez ardiente, mano en su hombro desnudo, justo encima de donde empezaba la tela de su vestido.
No se dio la vuelta. No. Se permitió el sentir ese roce gélido, esa caricia ardiente. Bajo el tacto de la mano, el vestido fue disolviéndose, deshilachándose. Las costuras cedieron ante el insignificante tacto de esos dedos fríos pero cálidos al mismo tiempo. Su blanco vestido cayó al suelo, revelando las suaves formas de su cuerpo al tenue fulgor del mortecino fuego de la chimenea. La misma mano que antes descansaba sobre la curvatura de su cuello y hombro fue deslizándose suavemente, acariciando su tersa piel, dorso abajo, siguiendo la línea de su columna.
Un fuego empezó a surgir de nuevo en su cuerpo, avivando los fríos rescoldos en los que se había convertido su pasión. Poco a poco, los dedos fueron tocando, explorando, los nudos de su espalda, deshaciéndolos con la misma facilidad que antes hicieron con el vestido. Un suave suspiro brotó de sus labios cuando las manos se movieron por delante de su cuerpo, rozando solamente la piel de sus blancos pechos. Una boca tocó su cuello, haciendo que un escalofrío de placer la recorriera con la fuerza del rayo, mientras las manos se aventuraban hacia el vientre y aún más abajo.
Notó entonces un nuevo peso sobre su cuello. Miró abajo, descubriendo una cadena de plata con un pequeño colgante del mismo metal con la forma de un cuervo con las alas extendidas, exquisitamente labradas cada una de sus plumas, con un jade engastado entre sus garras. Tan pulida estaba la piedra, que vio perfectamente reflejadas las manos que exploraban su excitada piel, jugando con sus pechos, su vientre, su cuello.
No pudo continuar su examen, pues en ese momento los dedos del señor del castillo rozaron su entrepierna...

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6 errantes soñaron:

Barbijaputa dijo...

Cómo acaba???

¿Y por qué está etiquetado como Jezabel? Resulta ser ella al final la que se está pegando el filetazo?

Radagast dijo...

No puedo decirte cómo acaba, Barbija, porque no está terminado.
Pero no te preocupes, que va a haber entradas sobre Tierra Serena para aburrir, pues tengo páginas y páginas escritas.
Está etiquetado como Jezabel porque esto lo escribimos entre ella y yo hace tiempo. Está inacabado, pero a lo mejor (vete tú a saber), algún día ella y yo lo terminamos.

Anónimo dijo...

Y George R. Martin se pone guarrinongo... Me encanta!

Radagast dijo...

Gracias, Gárgamel.
Yo considero que el erotismo se integra perfectamente con cualquier narración sin necesidad de ser obsceno.

Jezabel dijo...

Si se trata de realismo, hay que ser realista: la gente folla. Y punto.

Barbijaputa dijo...

Unos más que otros Jez, unos más que otros..