Tierra Serena III

Una sonrisa se dibujó en su cara al recordar los deliciosos momentos. Los juguetones labios y lenguas entrelazados en el momento del clímax... Pero luego vendría el instante del brusco despertar sobre la cama. Un camisón cubría su piel, las sábanas perfectamente dispuestas, la tela del dosel bien colocada... salvo a los pies del lecho, donde se encontraba abierta, sujetada por una mano enguantada en escamas de dragón negro. Se llevó las manos al cuello, buscando, buscando... Pero no encontró aquello que sus dedos ansiaban encontrar. Un brillante destello le reveló su paradero: entre los acorazados dedos de su esposo se hallaba una cadena de plata con un pequeño colgante del mismo metal y con la forma de un cuervo rampante, sujetando entre sus coriáceas garras un jade tan pulido que reflejaba la sonrisa despectiva dibujada en la brutal cara del hombre.
Tintineando.
-¿Qué-es-esto? –preguntó él, separando exageradamente las palabras, como si tratase con un incapaz mental… o como si intentase contener su ira. Sujetaba el colgante como sostendría una cabeza decapitada, con desprecio.
¿Qué hace aquí? ¿Cómo…?
Ella no contestó inmediatamente. Tenía que ser cauta, cualquier salida de tono, cualquier palabra no medida, cualquier gesto demasiado inseguro podría desencadenar la tormenta.
-No es más que un adorno, mi señor –susurró dócilmente, intentando no manifestar el terror que sentía-. ¿Por qué me lo habéis quitado? ¿Acaso no os gusta?
-No soporto que se permitan el lujo de tratarme como a un imbécil – ontestó, arrastrando las palabras como si le costase controlarse- . Y menos aún que ese lujo se lo permita la estúpida de mi esposa.
-Mi señor –ella hablaba rápidamente, cada vez más asustada-. No es mi intención ofenderos. Vuestro regreso es siempre bienvenido… Os aseguro que no deseo disgustaros.
Conocía el temperamento salvaje y descomedido del hombre que se alzaba ante ella, y la conciencia de que el más mínimo error podía ser fatal la mantenía en tensión. Su voz se había vuelto ligeramente más aguda como consecuencia del miedo. De modo inconsciente bajó la cabeza, observando las sábanas sobre las que estaba reclinada. "Yo estoy en mi mente. No puede tocar mi mente" se repitió a sí misma el mantra que siempre susurraba en su interior cuando su esposo daba rienda suelta a sus pasiones, fueran las que fueran.
-Mentís.
La bofetada fue espectacular, casi artística. Sonora, precisa, exactamente sobre el pómulo izquierdo. El dorso del guantelete dejó curiosas marcas sobre la piel de Eli-zabad, que se vio impulsada súbita y dolorosamente hacia atrás. Escuchó el sonido del metal contra el suelo: el colgante. Y de fondo, insistiendo en su golpeteo contra los cristales, el granizo. Tan helado y violento como el hombre que se alzaba ante ella.
No puede tocar mi mente.
-Ahora quiero la verdad –continuó él. Susurrando peligrosamente, con dulzura, acercó sus labios al oído de su esposa tan tiernamente como un amante enamorado y lamió el lóbulo sólo por el placer de sentir el pánico de su esposa. Creyó saborearlo en el sabor de su piel, aunque seguramente fuera una ilusión.
Ella pensó deprisa, mientras sentía un hilo de sangre caliente deslizándose dulce y delicadamente mejilla abajo. No debía mentir, bastaría con modificar la verdad… ¿y si él sabía más de lo que parecía? ¿Y si lo sabía todo?
-No es más que un adorno, mi señor –repitió-. Nada más que eso, ¿porqué me golpeáis? –gimió, refrenando sus ganas de huir.
-¡No me mintáis! –aulló él, repentinamente, dando rienda suelta a todo su enfado.
Rápido, mortalmente rápido, agarró el cuello de Eli-zabad con la mano que tenía libre y la levantó, obligándola a arrodillarse sobre el colchón. Un segundo de silencio, en el que sólo se escuchó la sangre de él bombeándose a toda velocidad por el enfado y la superficial respiración de ella, acompañada por un silbido siniestro provocado por la tráquea semicerrada.
No puede tocar mi mente. Aguanta.
Empezaba a notar la falta de aire. Su visión se nubló, volviéndose levemente difusa.
-Os… -jadeó- aseguro… que no es… más… que… que… -la presa se cerró aún más, dolorosamente- que…
Aguanta.
Con un veloz movimiento, fruto de décadas de entrenamiento, él extrajo una daga de su cinturón y la apoyó, casi con deliciosa indolencia, sobre la yugular anterior derecha de Eli-zabad. El filo estaba frío, y ella pudo sentir como se abría paso entre la piel.
-Contaré hasta cinco –de nuevo, la calma siniestra y temible se había adueñado de la voz de su esposo, que desgranaba palabras con más delicadeza que si se tratasen de versos de amor-. Más os vale haberme dicho lo que quiero saber cuando termine de contar. Uno…
Aguanta. Si no le dices nada, no sabrás nada.
… dos…
No sabes nada. No puede hacerte decir nada.
… tres…
No sabes nada. No hay nada que debas decirle.
… cuatro…
Todo va bien. No puede tocar mi mente. Dioses, por favor. Que no pueda tocar mi mente.
-¿Mi señor?
La puerta de la habitación se abrió y entró un paje, deteniéndose sorprendido ante la grotesca escena.
-¡Mi señor! ¿Qué ocurre?
El hombre se giró, furioso, hacia el paje, soltando a Eli-zabad. Ella jadeó ruidosamente, aspirando con ansia todo el aire del que era capaz.
-¿Qué? -preguntó él, furioso, pero consciente de que no podría descargar su ira sobre un sirviente ajeno.
-El señor… Lord Sergei os llama… -el paje retrocedió, visiblemente asustado. La fama de violento y temible de su interlocutor era de sobras conocida por todos. Una vez transmitido su mensaje, se desvaneció tan rápido como pudo.
La daga fue devuelta delicadamente a su vaina, y su dueño esbozó una cruel y refinada sonrisa hacia su mujer.
-Veamos qué quiere. Vos podéis esperar, a fin de cuentas, no me importa… posponer lo inevitable.
Tan sigiloso y rápido como había llegado, salió del dormitorio cerrando la puerta con una enorme llave, tan negra como el ánimo de Eli-zabad. En el suelo, el ave de plata destellaba con suavidad.

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