Tierra Serena IV

Desde la lámina de plata que separaba la realidad del espejo de la suya propia, una ella misma ligeramente más oscura la observaba. Como mudo testigo del amor de su esposo, las impresiones violáceas de los dedos de aquel hombre rodeaban su cuello, latiendo bajo ellas un dolor grave y amargo que se manifestaba con cada palabra vocalizada, cada respiración o cada risa.
Ariadna no era estúpida.
Ariadna era muy lista, y había sabido ver lo que con tanto esfuerzo Eli-Zabad y Lord Sergei mantenían en secreto.
Ariadna tenía ojos mortales y tal vez inmortales a su servicio, y oídos y bocas, y manos de asesino que hacían que nada escapase a su control. Desde luego, la dama Ariadna era alguien a tener en cuenta. Era la dama Ariadna –Eli-zabad se apostaba el cuello a que había sido ella- quien le había sugerido al esposo de Eli-zabad, delicada como el corte de un estilete, que tal vez su mujer pasaba demasiado tiempo con Lord Sergei. Y Sir Ilan, sin caer totalmente en la ira, le había dejado bien claras a su mujer las consecuencias de disgustarle... Eli-zabad aún recordaba la tierna suavidad con que Sir Ilan le expuso sus sospechas, la delicada dulzura con que había susurrado en su oído, mientas la alzaba del suelo sujetándola sólo por el cuello manteniendo al tiempo una daga firmemente apretada contra la blanca piel que cubría la yugular.
Sin darse cuenta, se llevó los dedos al arañazo que quedaba tras el roce de aquella daga demasiado afilada. Sir Ilan era muy posesivo, y no toleraba ningún atentado contra su honor... o lo que él considerase tal. Había matado a demasiados hombre por supuestas ofensas o por nimiedades sin importancia, y Eli-zabad conocía todos y cada uno de esos asesinatos –pues no eran otra cosa- al detalle.
Aún así, se había dejado arrastrar a una relación ilícita que podía muy bien significar su propia muerte, puesto que en casi todas las culturas, la infidelidad era considerada un deshonor. Su esposo se pondría furioso si descubría la verdad, y la muerte que iba a otorgarla haría que, en comparación, ser enterrada viva fuera piadoso.
Ni siquiera sabía por qué Lord Sergei se había prestado a ese juego. Tal vez deseaba poner furiosa a la dama Ariadna, o sencillamente necesitaba alguna distracción, o tal vez es que, simplemente, le encantaban las conspiraciones políticas y el juego sucio. La posibilidad de que hubiera empezado aquello con la esposa de su lugarteniente por razones que tuvieran algo que ver con sentir un cariño cierto por Eli-zabad era, realmente, mínima.
Revolvió en un pequeño arcón y extrajo un saquito de tela con hierbas. Masticó unas pocas y las engulló con ayuda de un trago de vino. Se dejó caer en la cama, agotada, y pronto el analgésico surgió efecto. Eli-zabad se sumió en un sueño intranquilo, acunada por el monótono repiqueteo del granizo.
Poco a poco, los moribundos rescoldos de la chimenea terminaron por extinguirse, como una vida lentamente arrebatada, como un espíritu demasiado tiempo oprimido.

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