Tierra Serena XVI

Lo primero que hizo Eli-zabad cuando consiguió calmar su angustia fue un análisis de la situación. Bien, estaba claro que estaba sola en todo este asunto, así que más le valía, por su propio bien y por el de su hijo nonato, no cometer errores. Se cubrió con una capa y abandonó el castillo; nadie le hizo preguntas, ni entonces ni tres horas después, cuando regresó con un hato lleno de hierbas y raíces. En realidad, no se molestó en tratar de ocultar sus actividades: sabía que si a alguien le interesaban, tarde o temprano acabarían enterándose.
Tardó dos días con sus noches en tener todos los preparados listos y embotellados. Ahora podía dedicarse a estas cosas, pero no cuando estuviese a punto de parir. Analgésicos para las contracciones, dilatadores para el parto, somníferos para las noches en que el bebé decidiese que no quería dejar dormir a su madre. Antídotos, por si Lord Sergei decidía llevar ese asunto a su manera… era muy capaz, o al menos, ella le creía así después de haber visto su comportamiento. Coagulantes, por si acaso perdía demasiada sangre en el parto. A fin de cuentas, era primeriza, y desde luego que ningún amantísimo esposo iba a contratar los esfuerzos de un sanador para evitar la muerte de su esposa o su hijo.
Muchas botellas, pulcramente etiquetadas. Y… ah, sí. Su último as en la manga. Hierba del condenado. Puñados de hierba del condenado.
Abrió una pequeña caja lacada, en cuyo fondo brillaba el ave de plata, obsequio de su señor y causa de tantos problemas -"¿Lo habría hecho adrede, sabiendo que iba a perjudicarme?"-. Un anillo de ladrón, de los que eran capaces de guardar en su interior una pequeña cantidad de veneno, brillaba a su lado. Nunca lo había empleado. "Ya es hora". Lo llenó con hierba triturada y se lo puso en el índice de la derecha. Luego, depositó el pequeño vial con el resto del veneno en él, y escondió el cofre. Si las cosas se volvían demasiado feas, siempre podría ponerle fin a todo antes de que le obligaran a hacer algo que no deseaba. Abrir el anillo, tocar el contenido con la punta de la lengua, y estaría muerta casi al instante. Y con ella, su vástago. No permitiría que le hicieran sufrir. Pero desde luego que iba a intentar darle una oportunidad de vivir. "Dioses luminosos", rezó, "que sea hijo de mi esposo. Por favor". Rezaba a los dioses de la Luz porque era lo que en su infancia le habían enseñado, ya que Eli-zabad tenía antepasados rennianos, vecinos del país del Duque y de los thrillianos. Muchos problemas le había causado su fe en la Luz, y más teniendo en cuenta la intolerancia de sir Ilan. Poco a poco había ido abandonando la creencia en las intenciones de los dioses, pues si no, ¿qué dios sería tan perverso como para entregarla a una existencia tan infame?


Sencillo. Sencillísimo.
Dama Ariadna esbozó una delicadísima y dulce sonrisa. Bien, había llegado el momento de empezar a subir las apuestas. Se había dejado –por fin– embarazar por el Duque. Había llegado el momento de eliminar a ese molesto individuo, y la mejor manera de asegurarse el control del ducado era la legitimidad de un heredero... a fin de cuentas, si su vástago se volvía demasiado molesto, dama Ariadna siempre podría eliminarlo y obtener de modo más directo el poder. Puede que lo hiciera de todos modos. Estaba tan emocionada por la posibilidad de quitarse de encima al parásito en sus planes que era Lord Sergei, que tanteó la posibilidad de matarlo antes del nacimiento del crío. ¿Peligroso? En absoluto, si sabía como planearlo… era posible, factible, deseable, presionar al duque para que reconociera a su legítimo heredero delante de toda la corte. Una vez afianzada su posición, Ariadna sería una desconsolada viuda y una eficiente regente hasta la mayoría de edad de su heredero, para la cual aún faltaba demasiado. Quién sabe, incluso era posible que no necesitara eliminar al futuro Duque, si aceptaba ser una marioneta dócil.
Sí, si el Duque era tan estúpido de celebrar el próximo nacimiento de su vástago, estaría muerto en menos de un par de meses.
Qué terrible.
Miles de veces había planeado la muerte de su esposo, así que pensar un modo original y efectivo de quitársele de encima era algo que ya tenía bastante masticado. Para algo así, optaría por el veneno. Eficiente, eficaz, elegante. Sabía qué veneno sería, sabía como administrárselo y sabía que nadie notaría nada extraño... Era un plan perfecto, y de hecho, sería más un suicidio por parte del duque que un asesinato. Porque el brujo, orgulloso y altivo, tenía el hábito de marcar terreno, de demostrar a los demás que estaba por encima de ellos, y este sería su error. Cada vez que visitaba el dormitorio de Ariadna, tenía la costumbre de beber la copa que siempre estaba llena de licores de viñedos privados de su esposa, herencia de su línea dinástica durante generaciones. Sólo porque sabía que le molestaba. Siempre, invariablemente, cogía la copa mediada o terminada, la llenaba de nuevo y bebía, mirándola, sonriéndole con desprecio mal disimulado. Esta era su guerra: desde los más descarados ataques hasta los más sutiles gestos.
Ya tenía, entonces, pensado el modo de administración. Ahora, el veneno era... delicioso. Provocaba una lenta y progresiva degeneración pulmonar, que a efectos de un observador –por muy atento que éste fuere– parecería ni más ni menos que una tuberculosis. Lamentable, pero el duque moriría por una enfermedad pulmonar irreversible... de la que nadie sería responsable, claro está. Y su desconsolada viuda tendría que hacerse cargo del cuidado del heredero al ducado… mientras aprovechaba para hacerse cargo también del propio ducado. De todo el ducado. Estaba harta de tener que compartir y ceder decisiones al corto de miras de su esposo, más preocupado en perseguir mujeres que en el poder que podría hallar en los libros, en expandirse y controlar el mundo.
Ariadna ya sabía de todos los bastardos del Duque, y habían sido tácitamente eliminados, junto con sus madres si éstas eran plebeyas. Nadie se había dado cuenta de su desaparición, o de las súbitas muertes a las que se habían enfrentado cinco o seis damas de alcurnia. Ariadna era un genio de la manipulación, y había conseguido cometer los más descarados crímenes sin que nadie se percatase de qué mano manejaba los hilos. Por supuesto, ya sabía del embarazo de Eli-zabad. Cuando naciera, si realmente era un bastardo del brujo... Sir Ilan estaría más que encantado de solucionar el asunto. No iba a permitirse ningún fallo: el poder sería para ella, pasase lo que pasase.
Lanzó una dulce risa al aire, de la que nadie hubiera sospechado ni lo más mínimo.

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1 errantes soñaron:

Siesp... dijo...

Sigo tomando nota. ¿Lo haces tú también? jejeje.